Comer en grupo es un ritual humano practicado desde las culturas más antiguas. De hecho, comer juntos forma parte de nuestra naturaleza social.
En generaciones anteriores estábamos acostumbrados desde pequeños a comer y cenar en la mesa, fueran días laborables o festivos (sí, yo también he sido una bruja pequeña).
Los padres hablaban de sus cosas y nos preguntaban por las nuestras a la vez que, sin apenas saberlo, impartían “docencia gastronómica”.
Este concepto se conoce como comensalidad (o sea, comer juntos). Hoy día esa idea se extiende más allá de la familia e incorpora las comidas con amistades y/o compañeros de trabajo o de piso.
Sin embargo, las comidas en casa han quedado relegadas a Navidad y aniversarios. Las familias ya no son tan grandes; los diferentes miembros del grupo familiar tienen horarios distintos; cerca de la mesa suele haber un «invitado indeseable» que impide la conversación (la tele o cualquier otra tecnología) y, tanto jóvenes como adultos, prefieren apurar el plato cuanto antes para chatear o entrar en redes sociales… A veces, incluso, se come de pie (lo más triste del mundo). Aunque vivir en compañía tampoco garantiza la comensalidad. Un ejemplo común es el de los estudiantes que compartís piso y frigorífico, pero etiquetáis individualmente los alimentos.
Fuera del entorno familiar, la comensalidad tiene otros matices. Frente a las tesis que animan a comer acompañado, surgen voces que se inclinan por la opción individualista. Los expertos señalan que comer solo no es una costumbre ni un comportamiento estandarizado. Se puede comer solo por muchas razones, pero también de muchas formas. Comer solo no tiene por qué ser negativo; a algunas personas les resulta más tranquilo y les facilita organizar sus comidas. Pero en otros casos se relaciona con comer de manera rápida alimentos procesados, frente al ordenador, televisión o móvil, lo que lleva a perder el control sobre lo que se come y las cantidades, ignorando las sensaciones de hambre/saciedad.
Si comes acompañado, estas cuestiones están casi salvadas, puesto que te ceñirás a la comensalidad, a las costumbres de tu entorno, en cada caso.
Pero, querido opositor, si comes solo/sola:
No debes tomarte la hora de la comida como un mero trámite, sino que tienes que dedicarle todo el tiempo necesario y hacerlo bien. Es importante cuidar los hábitos alimenticios y hacer de la hora de la comida un ritual placentero.
Sal de tu estudio y procura cambiar de ambiente en la medida de lo posible; prepara la comida y el entorno donde la vas a consumir conscientemente y con calma, porque al regresar a estudiar serás más operativo y productivo. Distráete y evita durante ese tiempo seguir pensando en el estudio. Descansa unos minutos después de comer: no te digo una siesta en pijama, pero sí quince minutos de tranquilidad. Tran-qui-li-dad, no una partida de Fortnite.
Si comes en el mismo escritorio de estudio es muy probable que comas más cantidad, porque en esa circunstancia no tomamos conciencia de lo que comemos; no estamos atentos a la comida, sino que seguimos con nuestra cabeza en el trabajo mientras metemos comida en la boca de cualquier manera y sin saborear.
Y, por supuesto, la tentación del picoteo fácil es algo que debes evitar. No puedes ceder al «me como ahora esta bolsa de patatas fritas y una lata de refresco y luego ya cenaré». No te habrás alimentado correctamente y la fatiga mental y física va a aparecer en menos de una hora, en la que volverás a picar para engañar al hambre… y así todo el tiempo.
Además, comiendo a toda prisa en tu mesa de estudio tienes más probabilidades de sufrir problemas de digestión, porque ni siquiera masticamos correctamente y además, porque la comida ingresa al organismo en un clima de tensión propio del estudio y las obligaciones.
Ya lo ves, solos o acompañados, lo importante es cuidar qué comemos y dedicarle a la hora de la comida el tiempo necesario y conseguir un momento de desconexión.
Así que… ¡levántate de esa mesa y siéntate a comer!
Tuya, AnaCrusa